
La parábola del pobre Lázaro y del rico (del cuál no sabemos el nombre) tiene varias maneras de ser leída. En primer lugar, podemos y debemos leerla como una llamada de atención a tantas diferencias que existen entre pobres y ricos. En nuestro primer mundo seguimos banqueteando, dándonos la vida padre, y a nuestra puerta siguen llegando muchos lázaros que no tienen qué llevarse a la boca. Solemos ser indolentes, y así nos va. Otra manera de leer este fragmento propio de Lucas es desde la perspectiva escatológica, es decir, desde el punto de vista de las realidades del cielo y del infierno: la distancia es tal que no se puede atravesar por mucho que se quiera. Pero más importante es intuir que al cielo o al infierno se llega precisamente por cómo se ha vivido aquí en la tierra. El rico está en el abismo porque no ha sido capaz de compadecerse del pobre.
PEQUEÑAS COSAS
Y una última manera de leer esta parábola, o si queremos, una enseñanza más que podemos extraer de ella, es que leyendo la Palabra de Dios (Moisés y los profetas) entenderemos cómo salvarnos. Entonces, y recapitulándolo todo, podemos bosquejar un itinerario de salvación en este breve fragmento: es en nuestra vida cotidiana en la que nos jugamos nuestro futuro, es aquí y ahora, en las pequeñas cosas, en lo del día a día… y nos lo jugamos sobre todo en el amor, en la atención al que menos tiene y que muchas veces está a nuestra puerta sin que nosotros seamos conscientes de ello.
Pero tenemos algo que nos puede abrir los ojos, que nos puede destapar los oídos: la palabra de Dios, esa “carta” que el Padre nos escribe para que sepamos caminar por la vida cumpliendo su voluntad.
Si la leemos y meditamos asiduamente, no viviremos en la indolencia, sino que sentiremos en nosotros el dolor del hermano, de ese lázaro que viene a nuestro encuentro, y haremos realidad lo que su nombre indica: Dios ayuda, porque seremos hijos de Dios que ayudan al que lo necesita.
Emilio López Navas, sacerdote
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