sábado, 19 de diciembre de 2009

Isabel y María unidas en el espíritu

Domingo IV Adviento. Ciclo C
Mi 5, 1-4a; Sal 79, 2-3. 15-19; Hb 10, 5-10; Lc 1, 39-45

Este cuarto domingo de Adviento hace inminente la venida del Salvador. El pueblo, las masas de hombres sencillos, pobres, anónimos, explotados… continúan esperando en su vida, consciente o inconscientemente, la llegada de un Mesías. Jesús es el Mesías porque viene a salvar no sólo las almas sino los cuerpos, no sólo los individuos sino las colectividades y estructuras.

Los dones mesiánicos que nos trae son los que necesitamos más: la libertad de todas las esclavitudes que parten del pecado, la justicia, la misericordia, la paz. El Salvador mesiánico no viene a distraer al pueblo, sino a hacerle tomar conciencia de que puede librarse de las cadenas del poder, del odio y de las injustas desigualdades, convirtiendo la humanidad en la casa de la fraternidad. Desde el momento de la Encarnación todo empieza a ser nuevo.

Es la Nueva Alianza: “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo”. Y, cuando Cristo entró en el mundo, su primera palabra fue: “Sí, aquí estoy para hacer tu voluntad”. Se inicia un nuevo culto. Ya no sirven los sacrificios cruentos ni las víctimas expiatorias. Dios prefiere la misericordia al sacrificio. Dios sólo quiere el amor, nuestra entrega confiada, como la de Cristo y María: “aquí estoy…”

María, embarazada, movida por el espíritu de caridad, se levanta y se pone en camino para visitar a Isabel. La actitud de María, puesta en pie por el anuncio del ángel, nos remite al sentido de la escucha cristiana, que nos debería poner en pie, levantarnos, curarnos, resucitarnos.

Es un impulso contrario a la pasividad o a la pereza. El relato es un canto y un encanto de caridad, de servicio, una sinfonía de alabanza y agradecimiento al Señor. En el origen de todos estos actos está la infinita misericordia de Dios. El Magníficat que proclama María es el canto de los pobres de Yahveh, que confían en Dios porque saben que Él cumple su palabra y ha optado por ellos.

Si no queremos tener una fiesta sin festejar y quedarnos sólo en la cáscara de la Navidad, tenemos que empequeñecernos y, llenos de amor, abrirnos al Otro y a los otros. La Navidad tiene la fragancia, el calor y el color de la humildad, de la solidaridad, de la austeridad y no del consumo voraz y egoísta o de la alegría frívola, chabacana, postiza. Que la Madre de la Caridad y de la Visitación nos ayude a ser para los otros un hermano y que ellos nos vean y sean para nosotros como un regalo del cielo. La Eucaristía nos invita a “salir” de nosotros para entregar la vida cada día de nuestra biografía. Que venga a nosotros el reino.

¡FELIZ NAVIDAD!

Antonio Ariza, sacerdote

2 comentarios:

Patricia García-Rojo dijo...

me encanta esta ilustración en especial!

besitos nevados, no, Isra? ;)

Morpheo1983 dijo...

congelados más bien...

para ti lluviosos, no? ;-)

Publicar un comentario